El pasado 28 de abril estuve junto con Carlos Moraleda y David Hurtado (El Jardín de María) en Huérmeda, una pedanía perteneciente a la ciudad de Calatayud en la que se celebró una comida con motivo del octavo aniversario de la Asociación Las Lavanderas.
Después de poco más de dos horas de carretera desde Rivas Vaciamadrid que resultaron más llevaderas una vez pasada la ciudad de Guadalajara -ya que en España muchísimos conductores no saben conducir cuando hay más de dos carriles en la autovía-, llegamos a Huérmeda con el coche cargado, (como siempre, por otra parte) y dispuestos a conocer el Pabellón Municipal, el lugar en el que nos habían dado cita para comer primero y cantar después.
Llegamos un poco pasadas las dos de la tarde y lo primero que nos sorprendió fue la magnitud del escenario en el que íbamos a realizar la actuación: un escenario para dos personas en el que cabrían fácilmente cuarenta o cincuenta sin muchos aprietos. La grandeza de los escenarios a veces causa problemas con los cables, concretamente con los alargadores, porque si no hay un alargador en el lugar, los que llevamos nosotros suelen ser muy insuficientes dada las características de tales escenarios. Por suerte, aquella tarde no íbamos a tener muchos problemas en ese sentido.
La comida del día fue el codillo, un plato que creo que ninguno de los tres habíamos tomado antes. Estaba muy bueno, aunque fuera de David, que dejó el plato totalmente vacío, Carlos y yo no pudimos con todo. El apetito de David es bastante mejor que el nuestro.
No tardamos mucho en ponernos a trabajar, descargando el coche y llenando poco a poco el escenario. Como siempre, El Jardín de María actuó con su repertorio habitual durante más de hora y media y después amenizaron otro buen rato más una comida que pronto se convirtió en baile. Reinaron Jotas y Pasodobles, y un vecino llamado Dioni, -aunque creo que vive en Madrid-, se destapó como un cuasi cantante de ópera, con voz de heraldo, de recio hombre aragonés.
Cuando me sentí menos necesario cogí la cámara y recorri, en primer lugar, el pueblo. Enseguida me di cuenta de que Huérmeda es uno de los pueblos que hemos visitado que más me ha gustado estéticamente. No es especialmente un pueblo con cuestas, pero tampoco es llano; y una cosa que pude comprobar es que sus casas no son tan uniformes y anodinas como las de los pueblos manchegos, por ejemplo; sino llenas de color y de vida.
Cuando veo una cuesta la sigo como un tonto, desconozco si es por un deseo incurable de buscar elevación, tejados o una querencia inconsciente por las cuestas que van hacia arriba. El primer lugar que visité fue una casa rural que está en la parte de arriba y que ofrece unas buenas vistas sobre el río Jalón. Y como cada vez que veo algo desde arriba al final también acabo sintiendo la necesidad de completar la experiencia desde abajo, pues tuve que bajar casi a la orilla del río, donde había una muy buena perspectiva de las peñas que encierran por aquella parte las casas del pueblo.
Húermeda no es grande, en unos diez minutos o menos ya había podido ver casi todo el pueblo. Viven en esta pedanía unas 92 personas, si bien también hay otras personas que viven en otra parte de Calatayud y que gozan de tener otra casa allí para su esparcimiento de fin de semana. Como otras localidades de este área, el água ha tenido una importancia capital en Huérmeda.
Otros lugares como Alhama de Aragón, el Monasterio de Piedra, los balnearios de Jaraba, etc. utilizaron el líquido elemento para crear balnearios y centros de salud a través del agua, aprovechando sus cualidades especiales; pero Huérmeda lo usó para crear una industra asentada sobre la figura de las lavanderas. Y es que la mayor parte de las mujeres que vivían en Huérmeda se dedicaban a este oficio de lavar las ropas de las gentes que residían en la muy cercana Calatayud. Estas mujeres alcanzaron cierta fama de carácter local porque, -según se dice-, lavaban muy bien y todos los días recogían la ropa en Calatayud y la llevaban a pie a los tres lavaderos que hubo en el pueblo.
Tras dar esta primera vuelta por el pueblo regresé al Pabellón para ver cómo estaban las cosas por allí y para poder hacer la visita obligada que quería hacer: subir al Cerro de Bámbola y ver las ruinas de la antigua ciudad romana de Bílbilis, lugar donde nació y murió el poeta epigramático Marco Valerio Marcial.
La verdad es que no queda gran cosa de Bílbilis, pero subir allí -primeramente con el coche y posteriormente caminando- merece la pena. El foro, o lo que dicen que es el foro, es irreconocible, ya que no sólo está muy deteriorado, sino que parece que en algún momento lo intentaron reconstruir con no sé muy bien qué criterio. Mucho más reconocible -de hecho lo que más- es el teatro, que resulta inconfundible por su forma.
Además del foro y del teatro, hay otro lugar que actualmente ha sido techado y que son unas termas. Es más difícil distinguir alguna forma conocida allí debido a que el lugar está más restringido por vallas y otros impedimentos, pero ahí están, y parece que es el principal foco de escavación en la actualidad.
No pude recrearme mucho tiempo en Bílbilis debido a que se puso a llover, primero muy débilmente, como dándome un aviso para poder marcharme y recorrer el camino de tierra de vuelta hacia el coche antes de que se embarrara y se pusiera impracticable. Por suerte, no fue hasta que estuve dentro del coche cuando se puso a llover de verdad, completamente en serio. Cuando llegué al Pabellón todos estaban en la puerta, observando la lluvia pertinaz, oyendo la violencia del caer de las gotas sobre el techo del Pabellón. Ya casi todo estaba desmontado, los cables y demás, prácticamente sólo quedaba cargar el coche. Y así lo hicimos sin demorarnos mucho, ya que la lluvia no duró.
Una vez hubimos cargado y estuvimos listos para marcharnos de vuelta a Madrid, el alcalde pedáneo, un hombre llamado Antonio Cuenca y al que Carlos encontró cierto parecido con su amigo Luis Valera, -ese pedazo de actor español que hizo mil zarzuelas, unas cuantas películas y que dobló a Fénix, de El Equipo A.; nos quiso enseñar el pueblo. Primero la piscina, donde nos agasajó con una buena ristra de chorizo que allí llaman, -si no lo pillamos mal-, matapuerco.
De ahí Antonio nos llevó al Centro Social y terminamos en el lugar que más nos gusta de todos los pueblos, el bar, que estaba a los pies -o casi- del edificio más característico de Huérmeda: la Iglesia de San Gil. En el bar volvimos a coincidir con muchos de los amigos que habíamos hecho en el Pabellón. Fue una tarde de felicidad tranquila.
Volveremos.
Está muy chido el reportaje y ya me dan ganas de más aventuras.