Antes de comenzar a decir nada debo admitir que nunca había visto tanta nieve en toda mi vida ni tanta cantidad de tiempo nevando de manera ininterrumpida. En Madrid no acostumbramos, ni de lejos, a tamañas nevadas. La borrasca Filomena ha sido algo sin parangón, y ha interrumpido por unos pocos días nuestras preocupaciones cotidianas que, no nos engañemos, estaban y vuelven a estar centradas en esta maldita pandemia de la Covid-19 que estamos sufriendo.
Justo antes de que se nos revolucionara esta vida nuestra estabamos siendo asaltados por la noticia de que se nos acercaban sin remedio dos nuevas cepas de la enfermedad, una con procedencia en Reino Unido y otra con origen en Suráfrica. Filomena ha sido más rápida y por un pequeño lapso de tiempo nos ha hecho olvidar todo lo demás. Hemos mirado por la ventana durante mucho más tiempo del que solemos mirar, hemos bajado a la calle con trineos, con palos de esquiar, con los mismos esquís y con tablas de snowboard, nos hemos puestos los guantes y hemos lanzado bolas de nieve o hemos explorado nuestra creatividad construyendo muñecos de nieve o iglús.
Lo cierto es que nos hemos divertido bastante sin pensar en lo que nos venía después: resbalones, caídas, volver a casa empapados, sudar con las palas o con cualquier cosa que tuviéramos a mano liberando nuestros coches de la trampa de la nieve o abriendo caminos en las aceras para que nuestros vecinos mayores pudieran salir a hacer la compra. Mientras veíamos nevar como no lo habíamos visto hacer en toda nuestra vida tampoco éramos conscientes de la parte negativa de todo temporal: calles que no sirven para comunicar, negocios cerrados a la fuerza, accidentes de tráfico, visitas a urgencias, árboles que se convierten en peligrosas amenazas para el viandante. Todo ello deviene siempre en otro fenómeno muy español: echar la culpa de que no pase el quitanieves o la máquina escavadora por tu calle y si por la del vecino, es decir, en pocas palabras, el fenómeno de despotricar contra el político que gobierna en tu ciudad y no te cae bien porque es del otro partido.
Todos convendremos en una cosa: cualquier ayuntamiento es pequeño en relación a este fenómeno blanco de la naturaleza, o dicho de otra manera: hay muchas calles y pocas máquinas, y mucha nieve y poco personal. No nos vendría mal ser humildes y comprensivos y ayudar de una manera eficiente, o al menos no molestar.
Como sucede con los movimientos telúricos, aquellos que los antiguos griegos tenían sabido que formaban parte del reino del poderoso Poseidón, -también dios de los mares-, el fenómeno se manifestó con preaviso en forma de pequeña nevada el día 7. Lo de pequeña nevada lo sabemos ahora, porque a ojos de cualquier espectador madrileño la nevada del día 7, -que duró hasta el día 8-, podría ser tomada como la típica nevada que sucede de vez en cuando en la ciudad de Madrid. En la capital de España, ciertamente, nieva a veces, pero nieva poco, nada más que para cuajar el color blanco del invierno en los céspedes y las zonas de tierra, y en lugares donde prácticamente no ruedan los coches ni hollan los pies humanos o caninos.
Por la tarde dejó de nevar y el paisaje ya se había teñido de blanco. Por aquel entonces ya sabíamos que aquello, por supuesto, no iba a terminar allí. El Paseo de la Castellana, que veo nada más que con levantarme de la silla y acercarme a la ventana, continuaba exhibiendo cemento. Las calles menos transitadas por vehículos, -tengo una así justo debajo de mi balcón-, ya estaban blancas y se podían percibir claramente las pisadas de los viandantes. Las calles algo transitadas ya empezaban a coger el color blanco como adorno, poco a poco, copo a copo.
La tarde del día 8 sirvió para tomar un poco de descanso. Si no recuerdo mal, a partir de las cuatro de la tarde, o algo así, dejó de nevar por unas horas, hasta la noche. En aquel momento, poco antes de cerrar las ventanas en busca de la oscuridad y del aislamiento contra el frío, ya podíamos imaginarnos lo que se venía, y como nos despertaríamos. Sin embargo, no fue como lo había imaginado, fue mucho más. La nieve se alió con el viento enrachado y la sensación térmica empezó a caer con mucha rapidez.
Por la mañana, el balcón estaba ahíto de nieve, hasta la mismísima puerta corredera llegaba la nieve, que albergaba en ella un par de montañas. Si, había un par de montes blancos en mi terraza y una cortinilla de nieve en mi ventana. Inaudito. En la calle había muchas más montañas. Si digo la verdad, y no miento, nunca había visto tanta cantidad de nieve junta como aquella mañana del día 9 de enero. Un paisaje espectacular se dibujaba frente a mí. Desde mi balcón, que poco tiempo después me puse a limpiar, pude ver gente andando en medio de la Castellana, esquiadores, caminantes penetrando la densa estampa de la nieve con nieve hasta la rodillas, niños pequeños que apenas podían desplazarse. Todo aquel panorama me recordó a la película El día de mañana. Aquello era muy gordo.
Aquella mañana bajé a comprar el pan, pero no había pan. No podía haberlo. Tampoco había pan de molde. Lo poco que hubiera quedado hacía ya tiempo que había sido despachado. Por suerte tenía pan del día anterior para salvar la situación. Bajar a la calle fue todavía más impresionante que ver la nevada desde la altura de mi balcón. Lo más impresionante fue ver el relieve, las dunas heladas que habían invadido las calles, los bancos y otros elementos del mobiliario urbano escondidos bajo el elegante manto blanco de la nieve. Fue en ese momento en el que cobré conciencia de que probablemente no volvería a ver una cosa semejante en el resto de mi vida. La borrasca Filomena había traído una nevada de las que suceden cada 60 u 80 años. Si, y de aquellas que dejan nieve en la calle para un mes.
El día anterior, al caer la noche, pude darme cuenta de que la nieve con su blancura causaba un fenómeno lumínico interesante. La nieve es un material que tiene mucho albedo, esto es, mucha capacidad para reflejar la luz que incide en ella. Cuando el alumbrado de la ciudad se encendió, esta luz se reflejaba en la nieve y volvía hacia arriba causando que los cielos quedaran coloreados por una luz generalmente de color anaranjado, como es el color de la mayoría de las farolas de fuste curvado de la ciudad.
La noche del día 9, la primera noche de la gran nevada y ya habiendo dejado de nevar, tenía que salir con la cámara a retratar la ciudad con esa luz nocturna tan especial. Todo estaba iluminado como casi si fuera un amanecer. La zona que yo controlo desde el balcón de mi casa no es especialmente luminosa, hay farolas si, pero tambien hay muchos árboles que traban la vista, y a pesar de que esos árboles no mantienen sus hojas en enero, el aspecto general es más bien sombrío. No esa noche. El cielo tenía más luz que nunca, la retroalimentación de luz entre el alumbrado artificial de la ciudad, el suelo nevado y reflectante y el cielo lleno de nubes convertía la noche en una atmósfera especial, como mágica, por lo inusitado. Es lo más cercano que podemos ver en Madrid a una aurora boreal, o al menos eso pienso yo.
La mañana del día 10 se presentó como los meteorólogos habían predicho que lo haría, con cielos tranquilos y azules y un sol pristino. Era el tiempo para las mejores fotos, aquellas en las que hay que retratar con sobreexposición la blancura extrema de la nieve. Lo mejor era salir con gafas de sol, porque el reflejo del sol en la nieve puede ser peligroso para nuestros ojos, pero yo no fui tan inteligente en aquel momento. Cogí la cámara y salí a ver como estaba el barrio con esa estampa de tranquilidad. Sin nevar, y con otras condiciones climáticas ya establecidas, la nieve se continuaba enseñoreando del terreno, la nieve no estaba simplemente, estaba allí como señora, poseyéndolo todo. Y en ese cuadro el sol era el señor, como un díos que tras un tiempo de viaje había vuelto a tu trono, oteándolo todo desde lo alto y volviendo a poner las cosas en su sitio.
Con el sol y el fin de la nevada aparecieron los quitanieves y las escavadoras y su incesante aviso de retroceso: ¡pi! ¡pi! ¡pi! ¡pi! ¡pi! ¡pi! Y los niños con sus diabluras y construcciones. Y también las temibles placas de hielo y los muchos sustos que vienen a vernos, amenazantes, como avisadores de una caída que ha de producirse con toda seguridad antes o después. Aproveché el resto de la mañana para arrancar mi coche, para la cual, antes tuve que trabajar de lo lindo con la ayuda de un recogedor, que rompí, y de una pequeña paleta de las que se usan para trabajar en los huertos. La noche anterior había quitado mucha nieve que estaba encima del coche, en la mañana del 10 comencé a quitar la nieve que había alrededor para poder liberar el tubo de escape, algo esencial para poder arrancar el motor.
Por la tarde hice otro pequeño recorrido por la calle pero el panorama ya era mucho menos idílico. El sol estaba ya al borde de la altura de los edificios más bajos y su fuerza era mínima. Las sombras ya eran dueñas de casi todos los rincones y el frío comenzaba a hacerse el señor. Venía ya la ola de frío que habían anunciado los meteorólogos y que nos trajo temperaturas de 7 grados bajo cero. Hablando de temperaturas, durante la noche de la gran nevada, es decir, durante la noche del 8 al 9 de enero, mi termómetro del balcón llegó a marcar temperaturas de 17 grados bajo cero. Esa temperatura no es, digamos, la oficial, ya que se trata de una temperatura influida por la ventisca de nieve que estábamos sufriendo. La temperatura oficial para mi zona no pasaba en realidad de los cero grados. El resultado de aquella ventisca nocturna fue que el sensor de la estación meteorológica no pudo superarlo y pasó a mejor vida.
La mañana del 11 de enero me sirvió para ver los primeros autobuses interurbanos circulando por mi calle y por el Paseo de la Castellana. La ciudad comenzaba a despertar y a ser ella misma. Seguía haciendo sol y seguían constituyendo un peligro real las placas de hielo. Terminaba así mi retrato fotográfico de la borrasca Filomena, un fenómeno climatológico que, sin duda, ha marcado el inicio de un año 2021 que no tenemos ni la más remota idea de qué va a significar para el mundo. ¿Lo sabéis vosotros?
Aquí tenéis un puñado de fotos que pude hacer en estos cinco días de Filomena: